sábado, 4 de agosto de 2018

Amanecer en las luces de otoño.




Aquello fue como morar irradiada por la luminosidad de tus ojos, viviendo una ensoñación sin fin, sin cauce alguno, antojo de las estrellas que no lucen ni lucirán jamás.

La estupidez carecía de entusiasmo, entre tu y yo las palabras se caían al suelo, como ascuas y cenizas de cualquier hoguera, las hazañas extinguían el oxigeno cercano. Robándome el aire.

Tu vanidad yacía entre aguas cenagosas, sin embargo  las luces del alba de otoño se mostraban especiales, sinuosas, caprichosas y observandolas bien; se me antojaban espectrales.

 En otoño, las calderas del infierno dejan de arder  y  entonces; los difuntos en la nada muestran los colores que en la oscuridad se pierden haciéndole a si misma perderse a la vez, en la nada muere el amor y también muere el dolor.

El viento del este coquetea con mi pelo y yo sonrío al viento, las suelas de mis zapatos estan gastadas y se van deshaciendo pero no dejo de caminar. llego  al borde del acantilado, parece un precipicio  sin final, en el fondo se dibuja la entrada a  una gruta, un águila surca el cielo con un vuelo lento, sin esfuerzo, dejándose elevar por el viento se pierde de mi vista  en la llanuras del cielo, tan solo se escucha su voz a lo lejos, cada vez más lejos.

La cavidad hacia las entrañas de la tierra me llama y la curiosidad aviva mis ganas, me deslizo con las piernas estiradas, hincando los talones en la tierra que se va descomponiendo a mi paso, pequeñas piedrecillas se desplazan tras de mí jugando a atraparme, llego al final del abismo y ahora ya no lo es, ahora es páramo. Vuelco mi vista sobre mis pasos y despierta el vértigo, me estremece aunque desatiendo sus razones. Sacudo el barro seco de mis pantalones y continúo mi camino.

A pocos pasos de la entrada se percibe el eco y el descenso de la temperatura se hace juzgar, no hay olor tampoco colores, debilitadas siluetas de roca marcan mi recorrido, la luz se muestra tímida entre las fauces de la oscuridad. No muy lejos pero sí hacia el mismo núcleo de la espelunca, asustadizas y pequeñas luminarias tintinean en el aire. Desobedezco al miedo para precipitarme en su realidad. Apresuro mi paso pero nunca logro alcanzarlas, con vida propia se elevan hacia lo alto de una gran bóveda natural, que a partir de ahora será siempre el techo de mis sueños. A ambos lados esculpidas en la roca edificaciones que muestran el esplendor de antiguas épocas, inmensas, majestuosas,  de afiladas  formas, las curvas y las líneas rectas amenazan con unirse, mas tan solo se entremezclan y conviven en una adherida amistad, construcciones de tal belleza que no existen palabras para describirlas pues hacerlo sería desmerecer a su creador.

El suelo está cubierto  de agua, de inmediato el sonido se hace notar y el movimiento llena de vida el lugar, pequeños manantiales discurren por las paredes de la cueva, por todas partes, sorprendida por no haberme dado cuenta con anterioridad, caigo en la duda; de si quizas...pero no, eso no tiene razón de ser.  Me aproximo  sin empaparme los pies, al lecho inundado y dejo que el agua discurra suavemente entre mis manos. Las ondas que bailan en ella desparraman destellos de los colores que componen el arco iris, estos son metalizados  como la carcasa de algunos escarabajos. Agachada, ahora consigo ver su poca profundidad, mirando detenidamente entreveo formas que no son pececillos vadeando en su interior. Sumerjo mis manos para alcanzar a ver con mayor nitidez, del fondo sustraigo algunas de esas cosas con cuerpo pero sin peso, extiendo las palmas de mis manos, dejo discurrir el agua entre mis dedos; son palabras, palabras enteras, palabras incompletas, palabras que nunca se han dicho  y posiblemente jamás se dirán. Me levanto y contemplo la gran explanada cubierta de agua, agua repleta de palabras. De inmediato comprendo que era la fuente de las letras donde nacen todas las ideas y yo me encontraba en aquel lugar, ahora que completaba toda mi curiosidad, que todas las preguntas  tendrían respuestas, que las dudas podían disolverse en ese agua de poca profundidad, justo ahora sabía que  tenía que marcharme. Mi tiempo  allí se había agotado, solo podía hacer una cosa para mitigar la pena que no merecía, clavé mi rodilla izquierda en el suelo y con los ojos cerrados como quien pide un deseo, introduje mi mano en el agua y rescate una palabra,  la aproxime para leerla;  Prosopagnosia.

Con la promesa de volver en mis labios y la palabra en mi bolsillo  reanudo el recorrido pero esta vez de vuelta, al parecer, a la derecha una puerta entreabierta me invita a llegar antes a mi destino, no sé porque pero lo sé, no lo pienso y me dirijo hacia la puerta y al rebasarla  oigo una voz que me susurra al oído: vas a oír un ruido y te despertarás; la puerta se cierra con estruendoso rugido, suena como un trueno, como una explosión en el alma, me sobresalto me asusto y despierto en el suelo junto al sofá, el reloj  de la pared marca las 3.27 de la madrugada, todavía sin comprender la procedencia de ese portazo tan intenso y con el recuerdo  fresco del sueño, escruto mi espacio, miro mi cuerpo y sobre mis piernas un libro reposa abierto. Lo medito, me había quedado dormida leyendo. Me apresuro en coger apuntes antes de olvidarlo y entre las letras esgrimo un burdo boceto de mi ensoñación los símbolos, las tonalidades, la luz, la esencia de esos sentimientos. Cuando quise darme cuenta las horas habían transcurrido sigilosas y yo amanecía en las luces de un día cualquiera de otoño.